Unión de Ex-presos Políticos

Sep 1, 2018 | Nuestra Gente, Política

Fray Miguel A. Loredo o.f.m. un Ser Humano Inolvidable

Fray Miguel Ángel Loredo, o.f.m. nació en La Habana el 30 de noviembre de 1938. Su padre era doctor en medicina que había ejercido por mucho tiempo en Regla. Al terminar el Bachillerato en el colegio La Salle en 1956 ingresó en el Seminario Franciscano de La Habana y posteriormente viajó a España para terminar sus estudios en el Convento de Aránzazu, en las montañas del país Vasco. De esos tiempos contaba que a la hora de dormir había que pasar por la cocina a recoger una botella de agua caliente, la cual ponía debajo de la colcha como único método de calefacción.

En 1964 se ordenó sacerdote y después de compartir trabajos con  obreros y  jóvenes regresó a Cuba. Sus inicios de vida sacerdotal fueron intensos. Cuba vivía los tiempos de enfrentamiento entre la Iglesia, que conocedora de la experiencia española se negaba a aceptar el Comunismo y el Gobierno que estaba decidido a su implan-tación al costo que fuera necesario. Loredo optó por formar jóvenes y pronto la simpatía que despertaba se le hizo insoportable al régimen. Tocaba guitarra, cantaba, hacia poesías y empezaba a pintar; en resumen un modelo de hombre nuevo muy distinto al proclamado oficialmente.

En 1966 el caso del Ingeniero de vuelo Angel María Betancourt le dio el pretexto a la Seguridad del Estado para acusarlo de colaborador y sacarlo fuera de circulación junto al Padre Serafín Ajuria, Superior de los Franciscanos en Cuba, que tenía fama de Santo y con el cual el Cuerpo Diplomático extranjero acreditado en La Habana hacía cola para hablar. Finalmente el Padre Serafín fue ex-carcelado  y Loredo condenado a 15 años de prisión. De su vida en Presidio son varios los testimonios; agrego que solía decir que su primera gran satisfacción fue cuando encontró en la Circular Nro. 2 que el grupo de la Juventud de Acción Católica llevaba el nombre de su gran amigo Norberto Camacho, líder estudiantil, miembro de la Acción Católica y con la intención de convertirse en seminarista franciscano natural de Remedios, LV. quien fue fusilado sobre una plancha de ferrocarril en el Central Adela. Es necesario decir también que hasta diciembre de 1962 en que fueron enviados a España, teníamos cuatro Sacerdotes presos con nosotros en Isla de Pinos: Agustín López Blázquez  y José Ramón Fidalgo de la Causa del Escambray; junto a Rojo y Lebrot alzados con Alberto Muller en la Sierra Maestra. Después de ellos la comunidad católica siguió con la celebración de la Palabra y aunque nunca nos sentimos huérfanos, la llegada del Padre Loredo reverdeció la Fe, aún para los no practicantes su ejemplo llamaba.

En 1976 fue puesto en libertad, eran los tiempos grises del Nuncio Apostólico, Monseñor Sachi  y Loredo era una espina que había que sacarse. De nuevo en La Habana volvió a evangelizar, a trabajar con los jóvenes. Un día le tiraron un carro encima y le partieron las piernas. En 1984 el Episcopado cubano estimó oportuno que saliera de Cuba, el se negó, hasta que conversaciones con la Orden lo hicieron emigrar en base al Voto de Obediencia al cual estaba supeditado como fraile franciscano. Salió de Cuba sin pertenencias, fue la forma simbólica en que mostró su desacuerdo. Un ser extremadamente sensible como él sabía cómo dar a entender su condición.

En Roma fue enviado a estudiar Teología en la Universidad Antoniana, la culminación intelectual del sacerdocio. En 1987 es nombrado Rector del Seminario franciscano de Puerto Rico. En 1990 consigue el traslado para la Provincia franciscana de “Holy Name” y se radica en New York donde vivió por 18 años. Allí escribió su libro UNO: y cito Recuerda: el Uno impone su condición de eternidad sobre tantas cabezas en esta ciudad santa de Nueva York.  Su participación en los trabajos de denuncias de la violación de los Derechos Humanos en Cuba se agigantó, fue amenazado, pero siguió; por 16 oportunidades concurrió a las Sesiones de la Comisión de Derechos en Ginebra, fueron los tiempos en que Cuba fue condenada en catorce ocasiones.

En 21 de julio del 2008, yo diría que ya enfermo,  la Orden estimó que debía pasar a retiro. Sé que ese día fue uno de sus días más tristes. Me llamó la noche anterior: mañana es mí despedida del Convento, no me falles, he conseguido con los frailes dos cosas, que en el menú del almuerzo ofrezcan arroz con frijoles negros y platanitos fritos y que una persona ajena al Convento y la Iglesia esté presente, tú lo harás en nombre del Presidio Político Cubano. Creo que me escogió porque sabía que para mí, que siempre trabajé en New York no sería difícil, pero lo más importante para él era que un ex preso estuviera en ese momento. En los testimonios de su gran amigo Nicolás Pérez o en el de Pedro Fuentes Cid encontrarán otros razonamientos que relatan, ya muriendo, su compromiso histórico con el presidio político cubano.

Su vida en el bello Convento de Saint Petersburg, se puede resumir en la intensidad de sus pinturas y sus dolores; el año pasado lo visitamos en Julio y en Octubre, su deterioro era palpable. En una de esas ocasiones estaba muy molesto por las deportaciones a España que le estaban aplicando a los presos políticos cubanos con la colaboración del Cardenal Ortega y  me relató cómo había sido la forma para sacarlo de Cuba, cuando le sugerí entre sus sollozos que lo escribiera, me contestó: “no, con ello le haría daño a la Iglesia”. Así era y por eso recordaremos siempre su excepcional forma de ser.

Su vida de entrega religiosa dejó un espacio siempre para amar y luchar por Cuba. Aparte de sus pinturas y sus libros, estuvo presente: en la caída del Muro de Berlín; en celebraciones “under ground” de sacerdotes católicos en China en el año de 1997; en las labores de rescate del World Trade Center el 9/11/2001; en los funerales del Papa Juan Pablo II y cito el final de su artículo “Entre sollozos y aplausos voló el alma de Juan Pablo II” publicado en “Clarinada” abril del 2005: “La Basílica de San Pedro lo envolvía en su penumbra y en sus cantos. Entonces me percaté de que llevaba puestos unos mocasines carmelitas en vez de zapatillas papales de seda. Era su acento personal, su derecho a afirmar su sencillez y su estilo dentro del marco de protocolos que lo aprisionaba. Era como una declaración de principios, y recordé que aquellos mocasines carmelitas habían formado parte de mis vivencias y asombros hace ya más de veinte años, cuando lo vi por primera vez, y me ofreció su comprensión y su compasión, pocos días después de que me hicieran dejar la patria que no he vuelto a ver”.

Loredo paseó con orgullo su hábito franciscano a todos los niveles, en las calles cubanas y de New York, en países musulmanes, en capitales irreverentes.

Sus hermanos del presidio político cubano agradecemos a Dios el hermoso regalo de su vida entre nosotros.

José A. Gutiérrez-Solana.

Ruth Molenaar

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