El día que me cargó Chavez

Ene 10, 2019 | Nuestra Gente, Política

TEXTO: ANA CRISTINA FRÍAS
COMPOSICIÓN GRÁFICA: DANIEL HERNÁNDEZ
@DANIELIMAGENGRAFICA UB @Ub_Magazine

La verdad es que apenas recuerdo pequeños fragmentos: los guantes inmaculados del Guardia de Honor que me levantó del piso, el rostro de Chávez empapado en sudor, la textura rústica de su traje y la sonrisa de Marisabel, impecable, como si no estuviera bajo aquel sol que le chorreaba el maquillaje con indecencia.

Recuerdo que esa camisita verde era de mis favoritas y que el Presidente me había preguntado mi nombre. Nada más. El episodio es un collage de versiones que fui escuchando en determinadas etapas de mi vida y que no que volví a mencionar. Quizás porque estaba ocupada -como todos- tratando de sobrevivir al Socialismo del Siglo XXI.
Hasta que en una de esas conversaciones incómodas de oficina, motivadas en parte a que ahora soy un número más de la diáspora venezolana, el cuento volvió a surgir, y con él, mi curiosidad. YouTube es una fuente inagotable de sorpresas en donde también se encuentra el casi minuto que pasé robando cámara el 2 de febrero de 1999 cuando Chávez me cargó el día de su toma de posesión.

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La tarde de ese 2 de febrero el oeste de la ciudad de Caracas hervía de gente. El país se había paralizado y las miradas estaban puestas en la esquina de Conde y Padre Sierra, donde se encontraba el Congreso de la Nación. Allí un envejecido Rafael Caldera se preparaba para “entregarle” la banda al recién electo Presidente de la República Hugo Rafael Chávez Frías.

Una maraña de cámaras registraban desde muy cerca cuando él y la primera dama iniciaron la caminata desde el Congreso hasta el Palacio de Miraflores. Centenares de personas lo acompañaban porque en esa época Chávez desataba pasiones, como ahora, aunque las razones ya no sean las mismas. Yo tenía seis años pero me daba cuenta de esas cosas. Mi mamá y mi papá habían salido muy temprano a trabajar y nos dejaron a mi hermana y a mí al cuidado de nuestras vecinas que vivían en el PH del edificio.

Vivíamos muy cerca del Palacio de Miraflores, a una cuadra apenas, en la esquina de Paraíso. El paso de la marcha era lento y pesado. Mis vecinas llevaban horas entretenidas en el balcón siguiendo la mancha de puntos rojos que recorría la Urdaneta. Desde el PH las doñas tenían una vista panorámica y más completa de lo que ofrecían las cámaras de televisión. Siguieron con emoción todo el recorrido porque –aunque ahora lo nieguen y hayan quitado de la nevera el afiche que tenían de Chávez en pose militar con boina roja y traje verde- en esa época ellas, como casi todos, eran chavistas.

“Allá va el Presidente” gritaban emocionadas y en un arrebato, mientras pegaban saltitos de júbilo y se abrazaban, pensaron que estando tan cerca lo mejor era bajar, mirarlo de frente, darle la mano y felicitar al nuevo vecino por el triunfo. Por supuesto, nadie pensó en nosotras. La verdad no sé. Solo recuerdo que me dijeron que íbamos a comer helados. Raro, porque ese día no escuché las campanitas del carrito.

Una vez abajo y fuera del edificio, cuando se encontraron de frente con la masa, el plan tomó proporciones reales. Ya no eran puntitos rojos lo que veían sino personas apretujadas en la acera y en el medio de la calle. Todas haciendo una olla gigante alrededor de Chávez y Marisabel. A lo lejos se veían pancartas con el rostro de Bolívar y niños, ancianas, mujeres y hombres que entre empujones, intentaban abrirse paso hacia él. Sin saber muy bien cómo la masa las fue llevando hasta el cordón de seguridad que la Guardia de Honor intentaba mantener para proteger a la pareja. Pero algo pasó, el gentío sofocó a mis “niñeras” y terminaron aplastadas, de rodillas contra el pavimento, dejándome sola en aquella galaxia de fanáticos.

Existe una teoría no oficial que asegura que ese día la Guardia de Honor tenía la misión de llevarle a Chávez a todos los niñitos cuchis que se encontraran en el camino. Quizás fue eso o que quedé sola en medio del bululú pero, inesperadamente, los guantes de uno de sus custodios se acercaron hasta a mí, me sacaron de aquella olla infernal de gente y me llevaron hasta los brazos del comandante que no paraba de sudar.

La banda presidencial y las medallas me puyaban las piernas, su cuerpo se sofocaba embutido en esa chaqueta azul. Marisabel permanecía a su lado, regia, con una sombra oscura de rimel que le chorreaba al borde de los ojos. Del caracol de cabello -hecho a punta de laca y ganchitos- lograron zafarse varias hebras que se fueron amuñuñando con el sudor alrededor del cuello y de la frente. Su sonrisa era amable, simpatiquísima; aunque nunca me dijo nada.
-¿Cómo te llamas?

Preguntó Chávez con ese tonito que luego se haría famoso y haría enloquecer –para bien y para mal – a todo el país. Ana Cristina, le dije, tratando de ubicar algún rostro familiar y omitiendo por completo mi apellido que también es Frías aunque el mío es de Barlovento y el de él de Barinas. No somos parientes, mi papá me lo aseguró. Si hubiese sido así, probablemente ahora sería ministra de alguna vaina. Pero tenía seis años, qué iba a saber yo.

¿Y dónde están tus papás? -dijo- ¿Qué haces tú aquí solita, muchacha? No sé, respondí, mientras me pasaba las manos por el pelo, intentando ponerle algo de orden al greñero: despeinado y revuelto desde 1993. Porque si hay algo que nunca hice y jamás voy a hacer es pei-narme. Ni siquiera frente al Presidente de la República.

La gente gritaba, el calor era desesperante, las cámaras de televisión ahora estaban enfocadas en ese puntito verde con greñas que sobresalía del paltó de Chávez. ¿Y en dónde vives tú, Ana Cristina? me preguntó, intentando ubicar entre la multitud a alguna mamá desesperada que estuviera buscándome. Nada. Las viejas del edificio estaban quién sabe dónde.
Yo no paraba de hablar. Le caí a labia al Presidente más labiero del mundo. Le dije que vivía allá, en aquel edificio marrón al final de la calle. No con estas palabras exactas pero sí le pedí que me llevara a mi casa. Todo esto sin dejar de tocarme el greñero, que ya para entonces parecía imposible de domar. Cosas que no cambian nunca, qué le vamos a hacer. Pero ¿y tus papás dónde están? insistía Chávez. Silencio. Llévame allá, y con el dedo le señalé el punto exacto de mi edificio: Residencias 2007. Quería que Chávez desviara su marcha y me llevara en brazos hasta la puerta: eso era lo que esperaba del Presidente de la República a mis seis años. Pero no pasó y allí probablemente, sin saberlo, se dio el primer desencuentro con el líder de la Revolución. Estábamos destinados a no ser.

La marcha se detuvo y Chávez ya no hallaba qué hacer conmigo. Ahí empezó el tejemaneje. El Guardia de Honor reapareció e intentó cargarme pero él no me soltaba, primero quería precisar para dónde me iban a llevar. Y de pronto -por unos instantes- me quedé flotando sobre una alfombra de manos sudorosas que me aclamaban -como una estrella de rock- hasta que finalmente la vecina logró levantarse del asfalto y con las rodillas chorreadas de sangre dijo: ¡Esa niña es mía!

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad el celular de José Rafael -mi papá – no paraba de sonar. Todos los primos de la región de Barlovento -de Curiepe y Tacarigua- lo llamaban para felicitarlo: “Coye, Rafita no sabíamos estabas con la revolución. Ahí vimos a Tinina en el Canal 2”.

Así me decían, Tinina, no tengo idea por qué.

Y mi papá tampoco tenía idea de qué carrizo estaba pasando. Cuando llegó a la casa las vecinas lo recibieron emocionadísimas. ¡Ven para que veas a tu hija! dijeron en coro. El hombre comenzó a sudar. Cuando prendió el televisor y me vio en el noticiero de las nueve casi le dio un infarto. Se puso como una fiera. “¡Estas viejas del carajo!” gritó mi papá. “Cuerda de viejas ociosas, faltas de marido”, dijo con la mirada enardecida. Las vecinas corrieron despavoridas por la sala, mi papá nos tomó de las manos a mi hermana y a mí y salió del apartamento dando un portazo. No volvimos a pisar el PH en un buen rato.

Incluso ahora, después de todo este tiempo, vuelve a montar en cólera cuando recuerda el episodio, porque hay dos cosas en la vida de las cuales se jacta a sus casi sesenta años: la primera es que no usa bluejean y la segunda es que él que nunca votó por Chávez. Jamás.

La tensión fue en aumento. Si por casualidad coincidían en el ascensor o en la puerta del edificio el silencio se hacía patente. Las vecinas bajaban la mirada, esquivando los ojos llenos de ira de mi padre. El desencuentro duró semanas hasta que, de a poco, se reestablecieron los canales de diálogo y con él, las tertulias de los domingos. Eso sí, más nunca nos volvieron a cuidar. Fue la primera ruptura que Chávez generó dentro de mi dinámica familiar.

Con el tiempo, las historias y la vida en sí misma a partir de Chávez cambió tanto y se hizo tan inverosímil que mi anécdota carecía de chispa. Era nada comparado al vertiginoso ritmo de la decadencia, la inflación, la marginalidad, la inseguridad, la escasez, las protestas, el control cambiario… La lista es larga. Tan larga que abrió una brecha aún más profunda que la que generó Chávez en el 99 cuando no me llevó a casa.

Fíjense, ahora que lo pienso, Chávez hizo exactamente todo lo contrario: me fue sacando progresivamente de mi casa, de mi país. A mí y a todos: amigos, familia, a la gente con la que trabajé. Hasta a las vecinas del PH.

Un par de cosas aún se mantienen igual: sé a dónde señalar cuando pienso en casa y sigo sin peinar la maraña de greñas.

Ruth Molenaar

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