La vida de Nos

Jun 4, 2019 | Internacional

Un fotoreportero de Maturín viajó hasta el hospital Luis Razzeti, de Tucupita, para acompañar a un colega a una pauta. Mientras esperaba que el otro terminara su trabajo, una mujer llamó poderosamente su atención. Indagando sobre ella, descubrió que se llama Gladys, que tiene 54 años y que toda la vida ha vivido en ese hospital. Aquí, él mismo nos cuenta su sorprendente historia.

Nunca salgo de casa sin mi cámara. La experiencia me ha enseñado, de mil maneras, a tenerla siempre preparada. Las historias buscan la manera de ser contadas, y solo hay que estar en el momento justo para encontrarlas. Y fue así como el destino quiso que mi cámara y una mujer con una historia única se conocieran en un hospital de Delta Amacuro.

Tenía que viajar de madrugada para llegar a buena hora. Toma casi tres horas el viaje desde Maturín y debía llegar al Complejo Hospitalario Luis Razetti de Tucupita antes de las 9:00. Llevaría a un colega a hacer unas fotografías de un niño desnutrido que estaba hospitalizado ahí. Desde muy temprano nos esperaba José, un periodista deltano que nos ayudaría a entrar al hospital sin problemas.

Llegamos al área pediátrica y subimos al segundo piso en busca del niño. Lo conseguimos y dejé que mi compañero hiciera su foto-reportaje. Mientras esperaba, me fui a caminar por los pasillos con José, pero con mucho cuidado; si los milicianos bolivarianos nos encontraban con las cámaras, estaríamos en problemas. La “función” de ellos es impedir que los reporteros muestren la realidad de los hospitales y siempre existe el riesgo de que te encuentren.

No había nadie en aquel pasillo, solo una mujer con un caminar lento y torpe, y con un evidente problema mental. Le pregunté a José quién era ella y, en respuesta, él me pregunto si había visto la película La leyenda de 1900. Le dije que no y entonces empezó a contarme La leyenda del pianista en el océano, que es el nombre en español de la película de Giuseppe Tornatore. Narra la historia de un niño que nació dentro de un crucero en el año 1900. Creció en el barco y se convirtió en un gran pianista, pero nunca se bajó de él. Jamás pisó tierra firme. El pianista murió cuando explotaron el barco para hundirlo, ya siendo una vieja chatarra, después de la segunda guerra mundial.

Señalando a la mujer, José me dijo:

—Ella es como ese pianista. Gladys nació en el hospital y tiene 54 años sin salir de aquí.
Caminé tras ella, también con paso lento, mientras sacaba mi cámara del bolso. Sentí la necesidad de fotogra-fiarla. Tenía frente a mí a una persona que había pasado toda su vida dentro de un hospital. Ni un preso en una cárcel pasa tanto tiempo en un mismo sitio.

Comencé a hacerle fotos con mucho cuidado, porque no quería asustarla y debía cuidarme de que no me encontraran. Ella parecía sentirse cómoda con mi presencia. No dejaba de sonreír, como si ya nos conociéramos. Recorrimos el pasillo y entramos a varias de las habitaciones. En algunas había pacientes en sus camas y todos la saludaban con cariño. Ella me guiaba como quien muestra su hogar a un visitante. Y es que así era: Gladys me estaba mostrando su casa. Entramos a un cuarto solitario donde había un corral para bebés, y noté que su cara cambió. Ya no reía como antes. Caminó hacia la ventana y miró hacia la calle por algunos minutos. Yo no decía nada, solo seguía haciendo fotos.
Se retiró de la ventana, puso una mano sobre el corral de metal, mientras veía la cámara como si quisiera decirme algo.

En ese momento le hice la primera pregunta:

—¿Cuántos años tienes?

—Tengo 19 —respondió con dificultad y un tono de voz alto.

Gladys habla muy poco, su problema mental le impide comunicarse bien. Seguimos caminando por cada rincón del segundo piso del área de pediatría y entramos a un cuarto muy pequeño, donde había una camilla cubierta con una cobija roja, dos bolsas con algunos trapos y potes de plástico donde guardaba algo de comida. Le pregunté si ese era su cuarto, y asintió con la cabeza. Le dije que me mostrara cómo dormía, pero ella me dijo que no y salió.

Me dejó solo en su habitación. Observé cada detalle, tratando de imaginar cómo alguien podía soportar ver las mismas paredes durante más de medio siglo. Salí a buscarla y me conseguí con mi amigo fotógrafo, quien ya había terminado de hacer su trabajo, así que me despedí de Gladys. Pero antes de salir, le pregunté a una enfermera si ella siempre había dormido ahí. Me respondió que no. Su habitación quedaba en el segundo piso del área de medicina interna, pero tras un incendio en la emergencia, la habían trasladado a ese cuarto de pediatría. Guardé mi cámara y tomé el camino de regreso.

Durante el viaje no hice otra cosa que hablar de ella. Necesitaba saber más. Una historia así no podía resumirse en unas cuantas fotos. No sabía nada de su vida, solamente dónde había vivido desde que nació.
Volví a mi rutina pero no podía sacar de mi mente la historia de Gladys. Se la conté a todo el mundo. Mientras más hablaba de ella, más me llenaba de curiosidad. Tenía que investigar. Entonces decidí volver a Tucupita dos semanas después, en busca de respuestas.

Y, por supuesto, de nuevas fotos.

Eran las 8:00 de la mañana y ya estaba entrando a la ciudad nuevamente. Había problemas con el transporte público y dos mujeres mayores me pidieron que las llevara. Aunque iba con prisa, decidí acercarlas al centro, donde había acordado recoger a José. En el camino les pregunté si conocían a Gladys y me respondieron que en Tucupita todos la conocen. Es una ciudad pequeña, de unos 85 mil habitantes, rodeada por 3.500 caños del delta del Orinoco, territorio de la etnia warao. Gladys no podía ver el río desde ninguna de las ventanas del hospital.

Antes de bajarse les pregunté si conocían a alguna persona que me pudiera hablar sobre ella y una de las mujeres me respondió:

—Yo sé de una enfermera jubilada que la conoció muy bien, se llama Alcira Salazar, pero no tengo su número. Solo sé que vive en Palo Quemao.

Anoté lo que pude, y antes de bajarse, la mujer me dijo:

—Yo creo que a ella la ligaron porque una vez abortó —y cerró la puerta del carro.

Bajé la ventanilla del puesto del copiloto y le pregunté:

—¿Cómo que abortó?

—Sí, pero no puedo afirmar que sea verdad. Pregunta en el hospital.

Busqué a José y fuimos a la casa de una enfermera con la que él había acordado una cita para que yo la en-trevistara. No podía creer que Gladys hubiera podido llegar a estar embarazada. De ser cierto, alguien debía haber abusado de ella.

¿Qué habría pasado con el niño?

Llegamos a una casa muy humilde y nos recibió una mujer bastante mayor, que nos invitó a pasar a la sala. Su nombre es Cleotilde Mejías, tiene 82 años y trabajó 30 en el hospital. Empezamos a conversar sobre Gladys. Me contó que ella la conoció pequeñita, pero que no estuvo el día que nació. Que las enfermeras se turnaban para cuidarla, que todas la querían mucho, que estaban pendientes de sus cosas. Y que le gustaba mucho la Navidad, era diciembre el mes en el que se la veía más feliz.

Me contó cómo ella la colocaba en una camita en el cuarto de reposo de las enfermeras durante las guardias. Y que desde niña lo que hacía era reírse por todo.

—Ella fue mi compañera muchas noches —me dijo con cierta nostalgia—. Era muy cariñosa, a pesar de su trastorno mental. No era violenta. Visitaba a los enfermos todos los días y sabía lo que sufría cada uno de los pacientes hospitalizados. ¡Se la daba de doctora!

Le pregunté sobre el aborto y Cleotilde me aseguró que Gladys había quedado embarazada siendo muy joven. No recordaba la edad. Entre 15 y 20 años, me dijo.

—¿Y de quién?

Me respondió que en su momento todos sospecharon de un camillero o un policía que trabajaba en las noches. Gladys a esa edad caminaba por el segundo piso de medicina interna durante todo el día y la noche. Cuando tenía tres meses de gestación fue que se dieron cuenta. Nadie investigó nada. Todo apuntaba al camillero, pero nunca se supo la verdad.
Cleotilde me dijo que tenía la cabeza mala, que no recordaba muchas cosas. Creía que el niño de Gladys había muerto, pero no podía asegurarlo, ya que ella estaba de reposo cuando Gladys dio a luz. Y supo que los doctores habían decidido ligarla porque, con su inocencia, alguien podía abusar de ella nuevamente. Yo pensé que esa visita podría aclarar mis dudas, pero como no fue así decidí volver al hospital.

Llegué directo al área de pediatría, subí al segundo piso y comencé a buscarla. No la vi en los pasillos y fui hasta su cuarto, pero estaba vacío. Busqué a una enfermera y le pregunté dónde estaba Gladys. Me dijo que la habían trasladado al segundo piso de medicina interna, donde realmente estaba el cuarto en el que había dormido desde niña.
Ese día había muchos militares. Para subir al segundo piso, José y yo teníamos que pasar por un cuarto muy grande lleno de pacientes. Un vigilante nos detuvo y preguntó a dónde íbamos. José le respondió que estábamos buscando a un doctor para una entrevista. Nos dejó pasar, subimos las escaleras y llegamos a un pasillo muy largo.

En el fondo de ese pasillo, la vi.

Estaba de pie jugando con un hilo entre sus manos. La saludé con mi cámara lista. Tenía que hacer las fotos muy rápido porque me preocupaba que me encontraran.

Le pregunté cuál era su cuarto y lo señaló con la mano. Vi que era el número 9. En el pasillo había 12 ha-bitaciones. En la suya había una cama más grande con un colchón muy gastado. En la puerta, un cartel decía: “Por favor, limpiar a diario la habitación de Gladys (todos los turnos)” y lo firmaba “Trump”. Traté de hacer la mayor cantidad de fotos que pude. Yo quería una imagen de ella junto a una enfermera. Le dije a una de ellas que le preguntara cuántos años tenía, y ella le respondió: “19”.Aproveché que la enfermera estaba justo en la puerta del cuarto y le hice una foto.

Pero yo seguía buscando la imagen de ella acostada. Traté de convencerla y no quiso. Luego salió al pasillo y José me dijo que debíamos irnos. Me despedí de Gladys, le dije que había sido un placer conocerla y me fui.

Llegando a la escalera recordé que había dejado el bolso de la cámara en la habitación.

Cuando entré nuevamente, vi a Gladys acostada viendo por la ventana. Pude hacer la foto que tanto esperaba. Ahí me di cuenta de que lo más probable era que no volvería a verla. Pero que, aún así, estaba decidido a contar su historia. Gladys jamás baja las escaleras. Pasa todo el día caminando y visitando a los enfermos. El área de medicina interna era su barco del pianista de la película.

Busqué hablar con otras enfermeras. Una de ellas me aseguró que el niño había nacido, pero no estaba segura de si alguien lo había adoptado. Ellas también nombraron a la enfermera Alcira Salazar, la misma que me había mencionado una de las mujeres que conseguí al entrar a Tucupita. Eran varias versiones sobre su embarazo, pero todas aseguraban que sí fue cierto.

Salí del hospital decidido a encontrar a Alcira. Lue-go de preguntar un par de veces dónde quedaba el sector donde vivía, llegué a su casa. A mi encuentro salió una mujer de 73 años, cuyos pasos auxiliaba con un viejo bastón.

—Cómo extraño a mi loquita. Ella era como mi hija —me dijo, y empezó a contarme.

Recién nacida, Gladys fue abandonada en una zona boscosa. La encontró un campesino que limpiaba su siembra.

Estaba llena de hormigas, casi muerta. El hombre escuchó un llanto débil y ahogado en la maleza. El hombre la llevó al hospital y desde ese momento las enfermeras se hicieron cargo de ella.

Cuando Gladys quedó embarazada se encerraba en su cuarto. No caminaba como siempre por el pasillo. Alcira me dijo que, al enterarse, fue a visitarla. Ya Gladys tenía tres meses de embarazo. Se sintió culpable por no haberla protegido lo suficiente, pero ella tenía varios meses de reposo cuando sucedió la violación. Todos confiaban en que nadie sería capaz de hacerle daño, pero se equivocaron.

El niño nació con problemas de salud. Estuvo en una incubadora, pero murió a los pocos días. Era un niño “ca-tirito”, y el camillero del cual todos sospechaban era blanco. Ella cree que pudieron haber hecho más para salvar a la criatura. La misma Alcira estaba decidida a quedarse con el bebé. Varias enfermeras querían hacer lo mismo, pero Gladys decía que su hijo sería de su mamá Alcira.

Gladys estuvo triste durante muchos días. Se asoma-ba por la ventana y señalaba hacia la morgue, sabía que lo habían llevado ahí. Es la misma ventana a través de la cual se queda mirando. Cuando le pregunté qué edad tenía Gladys cuando murió su bebé, Alcira me respondió lo que luego me resultó obvio: era una muchacha de 19 años.
Unos años después de fallecer el niño, un director que acababa de llegar al hospital pidió que trasladaran a Gladys para el manicomio de Maturín. Y eso hicieron. Alcira dice que se la llevaron engañada en una ambulancia. Pero, al enterarse, las enfermeras pidieron que la trajera de vuelta. Pocas semanas después, Gladys estaba en el cuarto número 9 del edificio de medicina interna. Es la única vez que ha salido de este hospital, y en contra de su voluntad.

—Ella siempre fue mi consentida y siempre lo será —dijo Alcira cuando nos despedimos.

De regreso a casa, no podía dejar de imaginar a Gladys caminando por los pasillos de ese hospital donde la conocí, entre los escombros de lo que había sido una institución moderna y bien dotada, viviendo sin saberlo una versión deltana de la película de Tornatore. Las dos cuentan la misma historia de memoria y olvido.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 17 estados de Venezuela.

Ruth Molenaar

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.